Imagen: Helen Cooper
Había una vez una casa somnolienta que siempre tenía sueño. Todas las mañanas, el sol, que es muy madrugador, la despertaba haciéndole cosquillas en las ventanas. Pero la casa bostezaba y decía:
—Un ratito más y ya me levanto —y remoloneando, remoloneando… ¡zas! se quedaba dormida y con ella todos los que vivían allí: la mamá, el papá, los niños y el gato.
Cuando finalmente la casa abría los ojos, digo, las ventanas…
—¡Qué barbaridad! —decía—. Me quedé dormida otra vez. ¡Vamos, vamos, a levantarse!
Y todos salían de la cama corriendo para no llegar tarde. Pero ¡qué desastre! Con el apuro, el papá se ponía un zapato de cada color, la mamá se olvidaba de sacarse la cofia de baño y los chicos no podían terminar de tomar la leche.
De todas formas, ya no había nada que hacer. El papá llegaba tan tarde a la oficina que el dueño de la empresa le ponía una trompa más larga que la de un elefante enojado. La mamá llegaba tan tarde al trabajo que el jefe le ponía cara de león con dolor de muelas. Y los chicos llegaban tan tarde al colegio que la directora les hacía escribir cien veces: “El horario de entrada es a las 8.”
Y mientras tanto la casa dormía la siesta con el gato.
—Esto no puede seguir así —dijo un día el papá—. Nos vamos.
—¿Adónde? —preguntaron todos.
—Nos vamos de vacaciones para descansar y dormir. Así se nos pasa el sueño.
Y se fueron con las valijas llenas de pijamas.
Al principio la casa se puso contenta porque iba a dormir todo el tiempo. Pero la primera noche que se quedó sola, daba vueltas para un lado y para el otro, cerraba un ojo, digo una ventana y abría la otra, contaba ovejitas y se cantaba canciones de cuna:
Arrorró la casa,
arrorró mi amor
arrorró casita
de mi corazón.
Esta casa linda
no quiere dormir
cierra las ventanas
y las vuelve a abrir.
Pero nada. La casa no tenía sueño, ni siquiera un pedacito. Y a la noche siguiente le pasó lo mismo. Y a la siguiente también y así pasaban los días y la casa no se podía dormir. Es que se sentía sola y extrañaba mucho a su familia. La casa se puso tan triste que empezó a salir agua de todas las canillas (que es la forma de llorar que tienen las casas) y se inundaron el comedor, la cocina y los dormitorios.
Por suerte, la familia regresó pronto bien descansada y aunque tuvieron que secar todo, también se pusieron contentos porque ellos también habían extrañado su casa y tenían ganas de volver. La casa se puso tan contenta que prometió no volver a remolonear. Y desde ese día, cuando el sol la despierta, se levanta en seguida.
Y colorín, colorado, este cuento ha terminado.
Pero ¡shhh! No hagan ruido, chicos, porque la casa del cuento, ya se quedó dormida.
Liliana Cinetto